A Benito Jiménez:
Por su infinita intuición
Por su infinita intuición
Comenzó Imitando el canto de otras aves, le resultaba fácil por ser parientes cercanas; la Cacatúa y el Cisne negro fueron sus primeras reproducciones. Luego el Ave Lira decidió intentar con mamíferos, alguna vez con un nítido grito de Demonio de Tasmania confundió a una hembra de dicha especie que, al escuchar el llamado de su posible pareja, acudió a la cita; al no encontrar a nadie la hembra lloró varios días y noches por su soledad; el Ave Lira decidió no volver a jugar más con las emociones de los demás animales del bosque.
De entre todos los sonidos que el Ave Lira podía imitar, los más asombrosos eran aquellos que parecían ajenos al reino animal, como el sonido de un obturador fotográfico y la sirena de una ambulancia —del primero la historia resulta toda obviedad, del segundo no existe una historia confiable que podamos presentar—, un tercer sonido indicaba la presencia de taladores en el bosque. Fue a partir de esta última experiencia y de su natural curiosidad por aprender que el Ave Lira quedó sumamente interesado por el mundo de los humanos y decidió emigrar a la gran ciudad para comprender un poco más de ellos. Para librar los peligros que esa travesía suponía, el Ave Lira siseaba como la Serpiente y gritaba enfurecido como un diablo —un diablo que chilla su soledad natural—, todos los depredadores huían impulsados, más que por un instinto de supervivencia, por un profundo respeto esencial perpetuado por la naturaleza.
En la ciudad aprendió rápidamente una variedad incuantificable de nuevos sonidos: el llanto de un niño, el abrir y cerrar de las máquinas registradoras, el motor de un automóvil, el repique de las campanas, las bocinas de los autos, el incesante maremágnum de las plazas públicas, el disparo de una pistola y algunas canciones pop que memorizó —si es posible eso en un ave— completas en un corto lapso.
Poco a poco comenzó, casi inadvertidamente, a imitar el habla de los humanos, así reproducía sus maldiciones, las falsas promesas, el doble sentido, las órdenes coléricas, las palabras que designan pertenencia, saludos y despedidas también.
Todo iba bien hasta que repentinamente el Ave Lira se encontró a sí mismo formulando teoremas, pensándose, construyendo frases incoherentes con palabras como “existir”, “Tiempo”, “Destino”, “Amor” o “Dios”. Dios, esa palabra que retumbó en su cabeza por varios días y que no se atrevía a pronunciar por desconocer su significado u origen. Precisamente fue cuando se atrevió a pronunciarla que también se decidió por regresar al bosque, al origen, donde los animales no se preocupaban más allá de alimentarse, sobrevivir y procrearse, donde la vida no se complicaba en vericuetos humanos.
El camino de regreso fue todavía más fácil que el de ida, el Ave Lira hablaba el dialecto de los humanos, improvisaba y profería escarnios a su paso, reprodujo el sonido de un cañón y el de un motor a toda marcha. Todos los animales, no sólo los depredadores más feroces, corrieron despavoridos ante la inquietante presencia del ser humano, no era su instinto lo que los orillaba a parapetarse en los rincones más oscuros y alejados, era un terror aprendido y latente que nacía de sus corazones.
El Ave Lira regresó a su lugar de origen, donde alguna vez se sorprendió de su propia existencia sin tener que ir más lejos del simple murmullo del río, la serenidad de la tierra, el silencio del roble y el eucalipto, los secretos de una nube de lluvia o de la dulce caricia del viento. Sin embargo, hay algunas palabras y frases que no podrá borrar nunca, sólo confinarlas a lo inefable.
De entre todos los sonidos que el Ave Lira podía imitar, los más asombrosos eran aquellos que parecían ajenos al reino animal, como el sonido de un obturador fotográfico y la sirena de una ambulancia —del primero la historia resulta toda obviedad, del segundo no existe una historia confiable que podamos presentar—, un tercer sonido indicaba la presencia de taladores en el bosque. Fue a partir de esta última experiencia y de su natural curiosidad por aprender que el Ave Lira quedó sumamente interesado por el mundo de los humanos y decidió emigrar a la gran ciudad para comprender un poco más de ellos. Para librar los peligros que esa travesía suponía, el Ave Lira siseaba como la Serpiente y gritaba enfurecido como un diablo —un diablo que chilla su soledad natural—, todos los depredadores huían impulsados, más que por un instinto de supervivencia, por un profundo respeto esencial perpetuado por la naturaleza.
En la ciudad aprendió rápidamente una variedad incuantificable de nuevos sonidos: el llanto de un niño, el abrir y cerrar de las máquinas registradoras, el motor de un automóvil, el repique de las campanas, las bocinas de los autos, el incesante maremágnum de las plazas públicas, el disparo de una pistola y algunas canciones pop que memorizó —si es posible eso en un ave— completas en un corto lapso.
Poco a poco comenzó, casi inadvertidamente, a imitar el habla de los humanos, así reproducía sus maldiciones, las falsas promesas, el doble sentido, las órdenes coléricas, las palabras que designan pertenencia, saludos y despedidas también.
Todo iba bien hasta que repentinamente el Ave Lira se encontró a sí mismo formulando teoremas, pensándose, construyendo frases incoherentes con palabras como “existir”, “Tiempo”, “Destino”, “Amor” o “Dios”. Dios, esa palabra que retumbó en su cabeza por varios días y que no se atrevía a pronunciar por desconocer su significado u origen. Precisamente fue cuando se atrevió a pronunciarla que también se decidió por regresar al bosque, al origen, donde los animales no se preocupaban más allá de alimentarse, sobrevivir y procrearse, donde la vida no se complicaba en vericuetos humanos.
El camino de regreso fue todavía más fácil que el de ida, el Ave Lira hablaba el dialecto de los humanos, improvisaba y profería escarnios a su paso, reprodujo el sonido de un cañón y el de un motor a toda marcha. Todos los animales, no sólo los depredadores más feroces, corrieron despavoridos ante la inquietante presencia del ser humano, no era su instinto lo que los orillaba a parapetarse en los rincones más oscuros y alejados, era un terror aprendido y latente que nacía de sus corazones.
El Ave Lira regresó a su lugar de origen, donde alguna vez se sorprendió de su propia existencia sin tener que ir más lejos del simple murmullo del río, la serenidad de la tierra, el silencio del roble y el eucalipto, los secretos de una nube de lluvia o de la dulce caricia del viento. Sin embargo, hay algunas palabras y frases que no podrá borrar nunca, sólo confinarlas a lo inefable.
Me pidieron que se firmara como anónimo
5 comentarios:
aves de no mal aguero!
te vi en la Local, también salió mi jefe 0_°
O jo jo jo jo ... yo si sé quién lo escribió :)
Y no fui yo, obvio.
Esto está bien shidou =)
ya eres tú otra vez
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