La noche terminó cobijándome entre las piedras azules de anquita, el viento se resbaló entre la lana de las ovejas, y se llevó lentamente, despacio y de parte en parte, el silencio con el que platicaban las estrellas:
-¿Qué serán aquellas luces de abajo?
-Mi madre me dijo que las luces más grandes eran volcanes de la tierra y las pequeñas eran las brasas
-Es extraño, parece que un día la tierra se tornará en fuego, cada vez son más las luces
-Mi madre dice que cuando eso pase, el frío se acomodará lejos de nosotros, y el planeta rojo será como el sol que nunca hemos visto
-Ya duérmanse –gritó la madre Luna- ¿que no ven que es muy noche?
Después de escucharlo tragué un sabor enloso, cuadrado, imperfecto, áspero, que me hacía toser. Fui al río y mojé la copa que sirve al mar, devoré el agua, y ante la luminosidad que me refugiaba desde el techo mántico, observé la prominente estatua óptica del cielo y pude sonreír.